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El Mundial bajo el racismo de Donald Trump. (Opinion)

Jørn Utzon’s Sydney Opera House, and the Harbour Bridge, two of Sydney’s most famous landmarks, taken at dusk. The Sydney Opera House is one of the most iconic buildings built in the 20th century (1973) and is UNESCO’s world heritage.

Gracias a Trump, el próximo Mundial de Fútbol no va a ser igual. Lo que debía ser una fiesta del deporte, la unión de los pueblos y la alegría universal, se está convirtiendo en un símbolo de exclusión, miedo y rechazo. Gracias a un “fake” ser humano sin empatía, corazón ni vergüenza, el fútbol, que siempre fue una celebración de diversidad, ahora carga con una nube oscura que amenaza con opacar su brillo. Mucha gente de distintos países no podrá ir a ver los partidos en Estados Unidos. No porque no quieran, sino porque no los dejan. Las nuevas restricciones migratorias, los controles abusivos en los aeropuertos y la hostilidad hacia todo lo que no sea “americano puro” (si es que eso existe), están dejando fuera a miles de personas. Familias que soñaban con ver a su selección en vivo, jóvenes que ahorraron durante años, niños que querían conocer sus ídolos… todos enfrentan el muro invisible del racismo y la intolerancia. ¿Quién puede ser el bobo que todavía piensa que este energúmeno es una persona normal? Todo indica que es una muy mala persona, un multimillonario que odia al resto de la humanidad.

Trump ha conseguido lo impensable: convertir un evento global en un acto de división. Para él, todo lo que no encaje en su visión del país es una amenaza. Ha hecho de la política un espectáculo de odio y ahora ese veneno se derrama sobre el deporte más popular del planeta. Donde antes había banderas mezcladas, abrazos entre desconocidos y cantos en mil idiomas, ahora hay sospecha, tensión y miedo. Quizás él quiera un Mundial de blancos.

Los patrocinadores, las grandes marcas que siempre invierten millones en el Mundial, también están tomando distancia. Nadie quiere asociar su nombre con el racismo, la discriminación o las políticas de exclusión. El mundo entero observa con asco como se mancha una celebración que debía unirnos. El fútbol no entiende de razas, colores ni religiones, pero la política de Trump sí.

Y, esa es la gran tragedia, eso es lo que puede ser más asqueroso que el vómito de un perro; la política de un humano inservible. El racismo no es solo un problema moral, es una enfermedad social. Es el reflejo de la inseguridad, de la necesidad de algunos de sentirse superiores a costa de humillar a otros; porque para brillar no debería ser necesario apagar la luz de otros como lo hace el coso ese. Trump ha alimentado ese monstruo durante años, y ahora el monstruo camina libre, disfrazado de patriotismo. Muchos de sus seguidores creen que están “defendiendo al país”, pero lo que hacen en realidad es destruir la imagen de Estados Unidos ante el mundo.

El Mundial siempre fue una oportunidad para mostrar lo mejor de la humanidad: respeto, competencia sana, esfuerzo y convivencia. En las gradas del pasado se veían abrazos entre hinchas de países enfrentados, risas entre rivales, y lágrimas compartidas sin importar el idioma. Eso es lo que el racismo nunca podrá entender: que el fútbol, como la vida, es más hermoso cuando se comparte.

Pero bajo el gobierno de Trump, el clima cambió. Muchos países están reconsiderando su participación logística, y varios hinchas internacionales simplemente no quieren ir. No quieren arriesgarse a ser maltratados en aeropuertos o humillados por su acento o su color de piel. Hay historias de turistas rechazados sin motivo, de trabajadores inmigrantes tratados como delincuentes y deportistas que sienten miedo de hablar. Ese no es el espíritu del Mundial, eso es el espíritu diabólico del presidente Donald Trump.

El racismo mata más que la violencia física: mata la esperanza, la confianza, la ilusión. Y eso es lo que está ocurriendo lentamente con este Mundial. No es que el fútbol deje de existir, pero su alma se debilita. Lo que debía ser una fiesta global, se convierte en un evento vigilado, lleno de restricciones, y con una sensación de tristeza general. ¿Quién no se acuerda de Videla y el Mundial del 1978? Sin pensar en el Mundial cuando gobernaba Mussolini en Italia. Cualquier similitud, es solo coincidencia.

Trump no entiende lo que representa el fútbol. No entiende que un gol puede hacer llorar a millones de personas por pura emoción. No entiende que un abrazo entre hinchas de distintos países vale más que cualquier discurso político. Él solo ve poder, control, territorio. Su mundo se divide entre “los que merecen” (blancos y ricos) y “los que sobran”. Pero el fútbol nunca tuvo fronteras. 

Los verdaderos amantes del deporte lo saben: ningún muro puede detener la pasión. Aunque muchos no puedan viajar, aunque los patrocinadores se retiren, el espíritu del fútbol seguirá vivo en los corazones de quienes creen en la igualdad. Tal vez este Mundial sea recordado no por los goles, sino por la lección que dejó: que el racismo, venga de donde venga, destruye lo que toca; así es como este hombre de negocios sucios hizo en todo lo que intentó tocar.

El mundo tiene asco del racismo. Está cansado de líderes que promueven odio y se alimentan del miedo. La gente quiere paz, respeto, inclusión. El fútbol, con toda su magia, es una forma de decirle al planeta que todavía podemos ser uno. Pero si dejamos que el racismo se meta en la cancha, entonces habremos perdido más que un partido. Habremos perdido nuestra humanidad.

Quizás algún día, cuando Trump ya no tenga poder y su discurso quede en el pasado, el fútbol vuelva a brillar como antes. Volverán los abrazos entre desconocidos, los cantos mezclados, los colores sin fronteras. Pero hoy, el mundo mira hacia Estados Unidos con tristeza. No por los jugadores, ni por los estadios, sino por lo que representa un país que se cierra al mundo.

El Mundial debía unirnos, pero el racismo de Trump nos está recordando cuán fácil es dividirnos. Y aunque intente levantar muros, la pasión por el fútbol siempre encontrará la forma de cruzarlos. Porque ninguna frontera puede detener el deseo de ser parte de algo más grande que el odio: la alegría compartida de una humanidad que todavía sueña con ser una sola.

Vicente Oscar Scali, argentino,                                                                                                                                                                                                                                                        Licenciado en Ciencias Sociales Aplicadas; reside en NSW.