Cuando el Cardenal Dominique Mamberti, Protodiacono del Estado Vaticano, pronunció por los altavoces de la Plaza de San Pedro las centenarias palabras en latín con las que encabezo este artículo, comencé a cavilar sobre quién había sido electo como nuevo pontífice de la Iglesia Católica. Obviamente, el nombre del cardenal Robert Francis Prevost (Chicago USA, 14 de septiembre de 1955), quien de ahora en adelante se conocerá como el Papa León XIV, jamás pasó por mi cabeza.
No soy católico ni profeso ninguna fe religiosa, aunque tengo por costumbre visitar con respeto las iglesias que encuentro en mi camino. Católicos, ortodoxos, musulmanes, judíos o cristianos, ninguno de ellos me es indiferente y respeto sinceramente sus ritos y costumbres, sin abrazar ninguno de ellos.
Hecha la aclaración, debo decir que la elección de Robert Prevost como nuevo pontífice me alegró, sinceramente. Leyendo su trayectoria encuentro a un hombre serio y prudente, comprometido con su misión evangélica, austero y puesto en su lugar desde el momento en que tomo los hábitos en 1982, cosa que es bastante escasa por estos tiempos.
Tras la muerte de Francisco el 21 de abril pasado, Roma se vio de repente inundada por cardenales de todo el mundo que, sigilosa y disimuladamente, hacían lobby a los poderosos del interior del Vaticano, es decir, a los encargados de dirigir su ampulosa burocracia, para buscar un ligero “acercamiento táctico” y, cómo no, opiniones sobre sus posibilidades en la futura elección. Recordemos que Roma, desde sus orígenes como cuna de la cristiandad, es el centro de las componendas por excelencia.
Pero según los informes que se vienen conociendo después de este breve Cónclave, ―el más corto de la historia―, en ninguno de esos corrillos principescos se vio la figura del Cardenal Prevost, a pesar de ser residente del Vaticano en su calidad de prefecto del Dicasterio para los Obispos y también presidente de la Pontificia Comisión para América Latina, todo un peso pesado de la burocracia romana aunque alejado de las ambiciones papales.
Hay dos razones por las que la elección de Prevost me ha agradado, ninguna más poderosa que la otra. Primero, que es norteamericano y segundo, que es ciudadano naturalizado de Perú, país donde ejerció su magisterio durante casi cuarenta años, es decir, es un americano en la buena extensión del término. Su trayectoria incluye una licenciatura en Ciencias Matemáticas por la Universidad de Villanova, una maestría en Divinidad por la Catholic Theological Union de Chicago y un doctorado en Derecho Canónico por la Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino en Roma. Esta combinación de formación científica y teológica le
ha permitido abordar los desafíos eclesiásticos con una perspectiva analítica y pastoral equilibrada.
En 1985, Prevost fue enviado como misionero a Perú, donde desempeñó diversos roles pastorales y formativos, incluyendo la dirección del seminario agustiniano en Trujillo y la enseñanza de Derecho Canónico en el seminario diocesano. Su dominio del español y su comprensión de la realidad latinoamericana le han conferido una sensibilidad especial hacia las comunidades de la región. En 2015 fue nombrado obispo de Chiclayo, consolidando su vínculo con el país andino.
Como “Pontífices Máximum”, título que se otorgaba en la Antigua Roma al sumo sacerdote del colegio de pontífices, el Papa ejerce una función, tanto política como religiosa. Como político, es jefe de Estado de la Ciudad del Vaticano, donde tiene poderes legislativos, ejecutivos y judiciales. Como el líder religioso, es quien determina el sendero que seguirá la iglesia que gobierna. También ejerce influencia global ofreciendo mensajes y llamamientos sobre diversos temas políticos y sociales.
Como todos sabemos, en meses recientes el mundo se ha acercado peligrosamente al abismo nuclear debido al conflicto que se vive en Europa Central. La reticencia de los líderes para buscar, tan siquiera un acercamiento para el dialogo, perpetúa ese peligro. La llegada de un líder de las características de León XIV renueva mis esperanzas de que tal vez sea la iglesia católica, por fin, la conciliadora de las buenas causas del mundo moderno. Un liderazgo real y comprometido, basado en la buena fe, será lo único que ponga fin a los absurdos conflictos del mundo moderno.
Coletilla: La palabra crisis se escribe en chino con dos caracteres: peligro y oportunidad.