
Hoy todos hablan de que vivimos en la mejor época de la historia, que la tecnología nos facilita la vida, que hay más oportunidades y que podemos comunicarnos con cualquier persona del mundo con solo tocar una pantalla. Pero sinceramente, no sé si estamos viviendo mejor o solo estamos andando más rápido sin saber bien hacia dónde vamos.
Antes la vida no era perfecta, claro que no, pero había algo que hoy parece de colección: tiempo. Tiempo para charlar, para compartir un café, para escuchar de verdad sin la necesidad constante de verificar notificaciones o responder mensajes. Hoy, si no contestas en dos minutos, parecés desaparecido. Y mientras todos estamos hiperconectados, la soledad se mete como un fantasma silencioso en la vida de muchos. Las pantallas iluminan la cara, pero no el alma.
La tecnología es una herramienta maravillosa, no lo voy a negar. Gracias a ella podemos estudiar, trabajar, mantener vínculos a distancia, sanarnos, aprender cosas nuevas todos los días.
Pero como toda herramienta, si la dejás manejar tu vida, te termina manejando a vos. Hay chicos que saben más de aplicaciones que de emociones. Saben editar un vídeo, pero no saben sostener una conversación de cinco minutos sin mirar el teléfono. Y no son solo los chicos: nosotros también estamos metidos en la rueda. A veces nos damos cuenta, pero preferimos no pensarlo demasiado.
Al mismo tiempo, las drogas avanzan sin que nadie quiera decirlo fuerte. No importa el barrio, la clase social o la edad: siempre hay alguien cerca que está atrapado en algo. Pastillas que parecen caramelos, tragos que se toman como agua, sustancias nuevas que nadie entiende bien que contienen. Pero más allá de lo químico, lo que asusta es el motivo.
Muchos consumen para no sentir. Para no pensar. Para tapar la ansiedad, la sensación de vacío, la presión constante de tener que estar bien, de mostrar una vida perfecta que no existe. Antes el escape era bailar, charlar, caminar, hacer algo con otros. Hoy el escape es químico y solitario.
Y mientras todo eso pasa, las guerras siguen ahí. Las de afuera, que vemos en vídeos que parecen videojuegos, y las de adentro, que nadie sube a ninguna red social: el estrés, la depresión, el agotamiento, el miedo al futuro.
Porque sí, la modernidad trajo avances increíbles, pero también una carga emocional tremenda que mucha gente no sabe cómo manejar. Ahora sabemos todo lo que pasa en el mundo al instante, pero no sabemos qué le pasa a la persona que vive con nosotros.
No creo que estemos perdidos, pero sí muy distraídos. Y en esa distracción se nos escapan los vínculos, los gestos sim[1]ples, las charlas que antes sostenían a las personas cuando todo se ponía difícil.
Hay que volver a lo básico, aunque suene a frase hecha: hablar más, escuchar sin apuro, mirar al otro a los ojos, apagar el teléfono un rato, cuidar a los que están al borde y no esperar a que pidan ayuda. Nadie cambia el mundo solo, pero todos podemos cambiar un metro cuadrado alrededor nuestro. Eso siempre fue lo que sostuvo a las sociedades: personas reales, con problemas reales, tratando de acompañarse como pueden.
Esto no es un mensaje pesimista. Al contrario. Es una invitación a recuperar lo que todavía se puede salvar. Vivimos en un mundo rápido, ruidoso y lleno de distracciones, pero también tenemos la capacidad de frenar, pensar y elegir distinto. Si ponemos un poco de corazón en las cosas simples, quizás des[1]cubramos que la modernidad no tiene por qué alejarnos. Solo tenemos que animarnos a usarla a nuestro favor, sin perder aquello que nos hace humanos.
Escribe Vicente Oscar Scali*
*Vicente Oscar Scali, argentino,
Licenciado en Ciencias Sociales Aplicadas; reside en NSW.