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Hubiera deseado haber tenido tiempo para escribir sobre el mensaje a la nación que esta noche dará el presidente Trump desde el Congreso, pero, desafortunadamente, los tiempos en el periodismo son tiranos.

Ese mensaje, que es tan esperado tanto por Demócratas como por Republicanos, promete ser la brújula que marque el norte de la administración, por lo menos durante los próximos meses, descontando la capacidad de Trump para producir noticias diarias que marcan agendas en el mundo entero.

Como quiera, temas para escribir sobre estos primeros 40 días de gobierno sobran, ya que a diario se producen hechos que encabezan titulares en los principales medios del mundo y eso ―lamentablemente―, es lo que se le da de alimento a la opinión pública internacional, muchas veces sin filtros ni revisiones.

De allí que hoy haya decidido escribir, subsidiariamente al tema deseado, sobre lo que presumo es la Primera Guerra Mundial de Aranceles, iniciada por nuestro hombre en la Casa Blanca.

Esta mañana todos los periódicos que consulté contienen artículos de análisis que intentan explicar por qué Trump está imponiendo aranceles del 25 por ciento a Canadá y México y del 20 por ciento a China.

Se puede ver que los analistas están teniendo dificultades para explicar convenientemente las razones por las cuales se imponen estos aranceles, porque se trata de una medida profundamente autodestructiva. Impondrá costos enormes ―posiblemente devastadores― a la industria manufacturera estadounidense al tiempo que aumentará significativamente el costo de vida sin ninguna justificación visible.

A la ligera, como es necesario leer este alud de noticias que se producen incesantemente desde la Casa Blanca, un análisis del New York Times me llamó poderosamente la atención por la simpleza con que explica las razones de los aranceles al Canadá. Manifiesta que, sencillamente y por alguna razón, Trump detesta personalmente a Canadá, “una nación que la mayoría del mundo estereotipa como amable”.

De verdad, me pareció una explicación tremendamente candorosa, sobre todo por estar escrita en las páginas de un periódico verdaderamente influyente, que leen personas igual de influyentes, educadas y bien informadas.

Obviamente, no todos los canadienses son personas amables. La mayoría son relativamente corteses ―en promedio― y sus políticas sociales y de inmigración resultan “decorosas”, comparadas con las impuestas desde hace 40 días en esta Nueva Norteamérica de Trump. Pero afirmar que los aranceles a este país de deban al odio de Trump hacia Canadá me parece, más que un desacierto, una estupidez, ejemplo de los “artículos sin filtro ni revisión”.

Lo cierto es que, con odio o sin él, aquí estamos en medio de una guerra comercial. Trump parece estar creyendo que no necesitamos nada de Canadá. Pero hay otro factor subyacente, en medio de esta “Guerra Comercial”: los fabricantes norteamericanos de automóviles que dependen de piezas canadienses; las refinerías de petróleo del Medio Oeste que dependen del petróleo canadiense; los constructores que dependen de la madera canadiense y los hogares que dependen de la energía hidroeléctrica canadiense para su electricidad y que pronto sabrán lo contrario. Y temprano, antes que tarde, todos veremos cómo los precios de la carne, los cereales, las verduras, las camisas, los zapatos, etc., estarán más caros. Pareciera que la política de aranceles fuera como darse un tiro en la propia rodilla.

Trump puede pensar que puede obligar a Canadá, a Mexico, a China, a la Unión Europea, al resto del mundo a someterse, pero no puede. Canadienses de todas las tendencias políticas están furiosos. Doug Ford, el primer ministro conservador de Ontario, ha amenazado con cortar la electricidad a Estados Unidos “con una sonrisa en la cara”, ejemplo de lo que están sintiendo en estos momentos el resto ciudadanos que se verán afectados por estos aranceles.

No sé cómo terminará todo esto, pero dudo mucho que finalice con una victoria para alguna de las partes.

Coletilla: Sí: podríamos dejar la cosa así y ya, no pasa nada. Pero en el fondo sí pasa. Porque uno de los peores rasgos de nuestra época, el más agresivo y diciente, está quizás en esa idea atroz de que todo el mundo puede ir por ahí diciéndolo todo y cuanto más duro y más alto y con más infamia, mejor

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