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Cualquiera creería que los decretos y acciones ejecutivas que se expidan durante los primeros cien días de un gobierno serán como la marca de excelencia permanente de esa administración, pero no hay tal.

De igual forma se pensaría que el interés de los elegidos (en cualquier latitud del mundo) por presentar “resultados”, en el curso de este brevísimo tiempo, estaría motivado por la idea de que “abundancia es diligencia” y que levantando una gran polvareda durante estos primeros 100 días, se podrá borrar la pista de las meteduras de pata de los siguientes 1340. Bueno, esto es solamente una conjetura; una simple opinión.

La realidad es mucho más simple y tiene sus raíces en la década de los 30´s, durante el primer gobierno del presidente Franklin D. Roosevelt. Con un país sumido en la pobreza por el Crack del Jueves Negro en Wall Street (24 de octubre de 1929) que se extendió globalmente dando forma a la Gran Depresión, Roosevelt asume su presidencia el 4 de marzo de 1933 introduciendo una serie de leyes y reformas conocidas en su momento como el New Deal. Fueron expedidas en tan solo 100 días después de asumir el cargo.

La fuerza de estas iniciativas delineó toda una Era Dorada en los EEUU y preparó económicamente al país para afrontar con éxito la WWII que explotó en 1939, durante su segundo mandato. Con los años, los eventos de estos días iniciales se convirtieron en un estándar en la política estadounidense y un modo de medir la gestión presidencial sin que “cantidad signifique calidad”. Otros países también lo copiaron.

El objetivo principal de esta administración para sus primeros 100 días se ha centrado en implementar la plataforma política de su agenda de campaña, revirtiendo gran parte de las políticas del Biden y reanudando lo inconcluso en su primer mandato.

Predijo que desde el primer día comenzaría la deportación masiva de inmigrantes ilegales, cerraría la frontera de Estados Unidos con México, restablecería las prohibiciones de viaje a países específicos; pondría fin a los incentivos para vehículos eléctricos y los subsidios pro climáticos del gobierno federal; expandiría la producción nacional de petróleo, indultaría a los acusados del motín del Capitolio del 6 de enero, pondría fin a las protecciones para la igualdad de género y recortaría la financiación federal para las escuelas que su administración considerara «progresistas».

También prometió aranceles a los socios comerciales de Estados Unidos, recortes de impuestos y una reducción del tamaño del gobierno federal. Parece que todo esto lo ha cumplido. En total, en su primer día

de gobierno firmó 26 órdenes ejecutivas, más que cualquiera otro presidente.

Cualquiera diría que este es el perfil de una gran administración y no dudo de que pueda llegar a serlo. Estamos solo al comienzo. Sin embargo, hay una promesa incumplida, la principal, desde mi personal punto de vista; la que hizo que, en su momento, mis esperanzas por un mundo mejor renacieran, más allá de los números de Wall Street y la venta de coches eléctricos del señor Musk. La esperanza de que la guerra en Ucrania finalizara, tan solo unas horas después de iniciada la presente administración, tal como tantas veces lo prometió el candidato Trump. Pero esto no ha ocurrido.

Sus esfuerzos por conseguirlo no pueden negarse, como tampoco la rencorosa actitud de la Unión Europea por bloquearlo. Desde Bruselas, los países de la OTAN le apuestan a la continuidad de las hostilidades, más allá de la vida de miles de jóvenes de ambos bandos. Y es allí donde radica mi temor de que, sin resultados para un fin cercano, una mecha inesperada se prenda globalmente dando al traste con esta civilización.

La polvareda y el frenesí de estos primeros cien días de aranceles y deportaciones no le han permitido a la opinión pública norteamericana enfocarse en esa promesa incumplida, la principal, desde mi punto de vista: el fin de la guerra en Ucrania.

Las noticias son esperanzadoras, pero no logran concretarse, Bruselas se interpone. Por eso se hace imperiosa la voz del pueblo norteamericano ―tan amigo de las causas justas―, reclamando el cese de hostilidades inmediato. La vida de miles de jóvenes de ambos bandos depende de ello. Estados Unidos puede hacerlo y que se vaya al diablo la rencorosa Europa.

Coletilla: La desintegración de Europa ya ha comenzado, mucho más rápido de lo que parece. La desconfianza y el egoísmo vulgar están extendiéndose rápidamente y devorando la solidaridad y el objetivo común europeos.

Gabriel Taborda                                                                                                                                                                              eminen51@yahoo.com

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