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Henry Kissinger

Me resulta llamativo que la muerte de Henry Kissinger acaecida el pasado 29 de noviembre de 2023 a la respetable edad de 100 años, no haya concitado en su momento esa clase de histeria colectiva que se vive en los medios informativos ―sobre todo en el de los EEUU―, cuando un personaje de esta talla pasa al Oriente Eterno. No hay duda de que el tiempo, en su implacable vagar, es capaz de borrar hasta las narices de los más grandes ídolos tallados en mármol.

A mí, en cambio, la noticia me llevó a desempolvar viejos libros, algunos de los cuales fueron publicados durante la época de mayor esplendor del personaje, quien acostumbraba estar flanqueado en estos eventos, por lo más insigne de la nomenklatura de la derecha de Washington. Sus libros, sin duda alguna, llegaron a convertirse en verdaderos best sellers y en guía obligada de consulta para todos aquellos que quisimos estar al tanto de la política exterior norteamericana.

Pero no solamente él se ocupaba de darle brillo y lustre a su imagen, ya que otros que bebían de su mismo manantial ideológico solían publicar reseñas periódicas, tanto de sus afirmaciones públicas como de sus sesudos trabajos sobre política exterior norteamericana y geoestrategia global. No todos aprobando sus tesis, por cierto.

Uno de los libros que guardo en mi modesta biblioteca con aprecio infinito y que desempolvé para esta ocasión, es el escrito en 1972 por David Landau ―prestante periodista y ex alumno de Harvard― que, con el breve título de “Kissinger”, expone con seriedad profunda su aguda personalidad y la potencialmente peligrosa base de sus doctrinas de seguridad nacional basadas en la guerra preventiva con el uso de armas nucleares estratégicas.

El libro, que el mismo Landau describe como la culminación de un simple puñado de breves artículos publicados en The Harvard Crimson (periódico de la universidad) sobre varios aspectos de las relaciones de Kissinger con sus antiguos colegas del profesorado de Harvard, terminó por convertirse en una penetrante biografía del oscuro político, no exenta de críticas a su impenetrable personalidad.

Resulta llamativo también el hecho de que, a pesar de la influencia que ejerció como el verdadero poder detrás del trono durante la administración de Nixon, sus doctrinas sobre Seguridad Nacional se hubieran desvanecido tan rápidamente, dando paso a otras que, no por diferentes, son menos brutales.

La suya es una historia llena de matices y claroscuros, guiada por una inquebrantable voluntad de ser alguien más que el emigrante judío nacido en 1923 en la pequeña ciudad de Fûrth, al sur de Alemania, hijo de un profesor de escuela superior y una ama de casa, quien con toda su familia emigró a los Estados Unidos en 1938, en los preludios de la segunda guerra mundial.

Su primera oportunidad para ascender por los peldaños del éxito como hombre de primera línea en la política internacional, llegó de la mano de un amigo de Harvard quien lo invitó a aceptar un puesto de consultor en la Casa Blanca. Allí, dado su arisco temperamento, su vozarrón con claro acento alemán y sus modales incomodos, se convirtió en un elemento pesado en los elegantes círculos de Washington y sería el mismo amigo que lo llevó a trabajar allí, quien lo convenció para que dejara la Casa Blanca que en ese momento se había convertido en el Camelot de los Kennedy.

Sería durante la administración de Nixon cuando su figura brillaría para la posteridad al conseguir el deshielo en las relaciones con la China de Mao Zedong, aunque todavía conservaba su opinión sobre el uso, en determinadas situaciones, de armas nucleares tácticas, doctrina que no abandonaría totalmente, mutándola hacia su uso como instrumento diplomático eficaz, una doctrina tan descabellada como mortalmente peligrosa. Prueba de ello es que aún hoy, más de cincuenta años después de sus controversiales defensas de tal doctrina, nunca, ni los Estados Unidos ni ninguna otra potencia atómica ha hecho uso de ellas. Quiero decir, hasta el día de hoy.

Con los años, su figura pasó a ser una especie de leyenda ambigua en los estrechos círculos diplomáticos de Washington y pocos presidentes tuvieron la gallardía o mejor, la cortesía de invitarlo para consultar sus opiniones en materia de relaciones exteriores, lo que considero un error pues en medio de todo, tenía muy clara la idea de lo que significó el llamado siglo XX corto. Paz en su tumba y en la de todos aquellos que fueron víctimas de sus doctrinas de seguridad. 

Coletilla: Max Weber aportó la más famosa y ampliamente aceptada definición de Estado, al identificarlo con el monopolio de la violencia legítima en una sociedad.

Por: Gabriel Taborda                                                                                                                                          eminen51@yahoo.com

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