
La Organización de las Naciones Unidas ―ONU― o simplemente las Naciones Unidas, padece de un mal incurable. Está desahuciada y su fin, lamentablemente se aproxima. Como tal, algunos países miembros ya están preparando sus exequias y posiblemente la creación de otro órgano suplente.
Es una lástima. Fundada con el propósito de fomentar la paz y la seguridad internacional y fomentar las relaciones entre los Estados miembros, hoy es un fracaso en el cumplimiento de sus mandatos fundacionales. A pesar de todo, su naufragio no debe parecernos algo excepcional.
La ONU reemplazó a otra organización fallida, la Sociedad de Naciones (SDN) fundada en 1919 después de finalizar la Primera Guerra Mundial. La razón fue la incapacidad de esta para evitar que estallara un nuevo conflicto, como efectivamente ocurrió en 1939. Solo hicieron falta veinte años para demostrar su ineptitud y torpeza para gestionar con éxito algo tan delicado como la paz mundial. A la ONU le está ocurriendo algo parecido, salvo que la paz global se ha mantenido, pese a sus falencias, por poco más de ochenta años.
El término «Naciones Unidas» se pronunció por primera vez en plena Segunda Guerra Mundial por el entonces presidente de los Estados Unidos Franklin Roosevelt. Se utilizó para suscribir una declaración de compromiso entre veintiséis países que debían unir sus recursos en la guerra contra el Eje Roma-Berlín-Tokio. Finalizada la guerra, la idea de la ONU fue materializada en la conferencia de Yalta, celebrada por los aliados en febrero de 1945. Allí el mismo Roosevelt sugirió el nombre de Naciones Unidas.
Ya en octubre de 1944, representantes de Francia, la República de China, el Reino Unido, los Estados Unidos y la Unión Soviética habían celebrado la conferencia de Dumbarton Oaks para esbozar los propósitos de dicha organización.
Pero ¿qué le está ocurriendo a esta organización creada con fines tan loables y que ha logrado mantener al mundo en relativa paz por más de ochenta años? La respuesta habría que buscarla en la gestión personal de quienes la han dirigido durante los últimos treinta años ―fecha aproximada en la que se inicia su declive―, especialmente en la persona del secretario general de turno.
Él tiene las funciones de Oficial Administrativo en jefe y es la cara pública de la organización. Este cargo incluye la gestión del personal y la administración de la Secretaría, la diplomacia mundial y la mediación de conflictos usando sus «buenos oficios».
Siendo tan precisas sus funciones, qué puede haber ocurrido para que el actual secretario general António Guterres no haya gestionado satisfactoriamente la solución de los conflictos que se libran actualmente en Medio Oriente, Europa Central y África? La falta de talla, respondería yo.
Con estas palabras no quiero desacreditar al señor Guterres ―por quien siento tanta consideración―, pero sí plantear su escasa altura como Estadista ―así, con mayúscula― con la que se tienen que describir a persona de alto vuelo en la diplomacia internacional; con prestigio y capacidad de liderazgo que logren influir en la opinión de los líderes mundiales, responsables, en últimas, de la paz.
El problema de la ONU no es el señor Guterres; el problema es su monstruosa e inoperante burocracia que se engulle diariamente millones de dólares de contribuciones de los países miembros y gestionan los asuntos de fondo, como la elección de su secretario general, bajo premisas de acomodo burocrático y de corrupción, desmedida.
En dónde están las personas de la talla de un U Thant, diplomático birmano a quien le tocó gestionar la llamada Crisis de los Misiles, momento crucial que enfrentó la humanidad por su cercanía a una guerra nuclear entre Rusia y EEUU?
U Thant envió llamamientos y mensajes, transmitió propuestas, ofreció garantías, promovió la fórmula de “no invasión con misiles” que formó la base del acuerdo final; viajó a Cuba para apaciguar a Castro y ayudó a asegurar un acuerdo de verificación.
Como él, Kurt Waldheim: (Austria), Secretario en el período 1972–1981, Javier Pérez de Cuéllar: (Perú), 1982–1991, Kofi Annan: (Ghana), 1997–2006, y así, muchos más que dejaron legados a imitar, cada uno con una destacada gestión, libres de todo compromiso burocrático y ajenos a la corrupción.
Una Organización a la que le fallen las gradas eléctricas en el momento en que su principal mentor va subiendo por ellas y al que, en su discurso ante la Asamblea, le falle su tele-pronter, requiere, pronto, un cambio urgente.
Coletilla: ¿Quieres respeto? Ve afuera y consíguelo por ti mismo.