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Desde hace algunos años la palabra “desprestigio” ―como si fuese un eco breve y fugaz, que viene y se apaga si arraigarse permanentemente―, viene resonando por los suntuosos pasillos del Comité de los Premios Nobel de la Paz en Oslo, Noruega.

El premio es uno de los cinco que fueron instituidos por el fabricante de armas, inventor de la dinamita e industrial sueco Alfred Nobel, junto con los de Física, Química, Fisiología (o Medicina) y Literatura. Se otorga cada año desde 1901 «a la persona que más haya trabajado en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o la reducción de los ejércitos alzados y la celebración y promoción de acuerdos de paz», como consta en el testamento de su creador.

Pero, trágicamente, contradiciendo el espíritu y el legado de su fundador, algunas veces estos premios ha sido otorgados a personas que nunca debieron merecerlo; la lista es extensa y nos tomaría buena parte del espacio de esta columna reseñarla. En realidad, el que hoy nos interesa es el de la paz, el más emblemático ya que

está relacionado directamente con la invención de una sustancia (la dinamita) que desde su aparición, marcó un antes y un después del poder destructivo de los ejércitos y su capacidad para causar muerte y sufrimiento.

En esa “lista de desmerecidos”, como yo los catalogo, figuran personas como Yasser Arafat (1994), Henry Kissinger (1973) y otros, cuyos papeles en la promoción de la paz mundial no me detendré a calificar, pero sí los más recientes, como son los otorgados a Barack Obama (2009), que recibió su galardón con apenas nueve meses de gestión presidencial sin presentar méritos que lo acreditaran. Al contrario, su desmerecimiento se vio palpable poco después por la implicación de su administración en conflictos sangrientos como los de Irak, Afganistán y Libia.

O el otorgado a Juan Manuel Santos, expresidente de Colombia que lo obtuvo en 2016 después de firmar un acuerdo de paz entre el gobierno y la guerrilla de las FARC, acuerdo que nunca se cumplió en su totalidad y que aún hoy mantiene sumido a ese país en el caos sangriento de la lucha armada, ante la imperturbable mirada del ganador del desmerecido premio.

Este año, una vez más, el cuestionado Comité de Oslo se lo ha otorgado a María Corina Machado, política venezolana que milita en las  filas de la oposición y que exhibe, en cada manifiesto, su retórica incendiaria con la que ha convertido al país en una verdadera “caldera hirviente”.

Si hay algo que necesite menos Venezuela en estos momentos es una persona con las dotes belicistas, intransigentes y retrógradas de la señora Machado. En eso están de acuerdo Tirios y Troyanos. Habla mucho de ello la reseña que hizo el diario alemán DW, Deutsche Welle, periódico que no se destaca ciertamente por cobijar temas de la izquierda: no le rebajó del epíteto de “alborotadora” (DW, ed.10-10-25) y ya el exsecretario de los Nobel de la Paz, Geir Lundestad, en una entrevista para la BBC de Londres el pasado 17 de septiembre, dejó entrever sus desacuerdos con los miembros del comité del que fue parte hasta no hace mucho tiempo. (https://www.bbc.com/mundo/noticias/2015/09/150917)

Página 12, importante diario argentino, también alineado en el ala derecha del espectro político, fue más profundo y tituló: “Perplejidad y descontento por el Nobel de la Paz a Corina Machado. – Los referentes religiosos de la Comisión Eclesiástica argentina denuncian la “politización” del galardón de la Paz y advierten que los antecedentes de María Corina Machado dan cuenta de “estrategias de confrontación” que pueden calificarse como “crímenes de lesa humanidad” por su impacto en la población civil. Afirman que se trata de un insulto al pueblo venezolano que anhela una paz verdadera”.

Se sostiene además que la activista ha respaldado “sanciones internacionales coercitivas para Venezuela”, instrumento de guerra económica que el propio Relator Especial de la ONU, Alfred de Zayas, ha calificado como crimen de lesa humanidad por su impacto en la población civil, lo que la descalifica moralmente para un premio que lleva la palabra “Paz”.

Es muy probable que esta controversia se extienda y toque de cerca la legitimidad de la noble institución, lo que no celebro en lo absoluto. ¡Qué lejos están los días en los que cada año, por estas fechas, esperábamos con alegría, optimismo y confianza, el nombre del que se convertiría luego en referente para nuestros ideales de concordia y fraternidad universal!

Un Mandela, por ejemplo…

Coletilla: Hay que creer en la paz con la esperanza de un niño y protegerla con el escepticismo de un viejo.

Gabriel Taborda                                                                                                                                                                                                                                                                    eminen51@yahoo.com

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