
El título de la presente columna está asociado con el nombre de la célebre novela de Fiodor Dostoievski “Crimen y Castigo”, con la salvedad de que, en la novela, como ejemplo de lo que debiera ser la vida real, Raskólnikov, el estudiante asesino, es finalmente llevado a un tribunal, juzgado y condenado. Su crimen, en últimas, no queda impune.
Mirando a Mexico y a sus alto ―altísimos― índices de criminalidad, viene a la memoria un caso que pronto completará 11 años de inaceptable impunidad: el asesinato de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa ocurrida en octubre de 2014, un crimen hasta ahora impune y sin castigo.
Todo comenzó cuando un grupo de estudiantes normalistas y trabajadores de la ciudad de Ayotzinapa se trasladaron a la pequeña población de Iguala para embarcarse en autobuses hacia Ciudad Mexico y participar allí en la celebración del 2 de octubre, fecha que recuerda la violencia oficial contra estudiantes ocurrida en 1968 en la capital mexicana.
Cuando los estudiantes llegaron a Iguala, los policías municipales abrieron fuego contra ellos y detuvieron a 43 que luego serían dados por desaparecidos. Esa misma noche las agresiones continuaron contra otros estudiantes y la población en general, no sólo por parte de agentes estatales sino también por la de civiles armados que, como luego se demostraría, eran miembros de la estructura criminal “Guerreros Unidos”, organización narcotraficante vinculada con las instancias estatales.
De los estudiantes nunca más se volvió a saber. Virtualmente se esfumaron. Sus restos jamás fueron encontrados y las pistas de su desaparición, como todas las creadas para un encubrimiento, eran contradictorias y confusas. Curiosamente, meses después, cerca al lugar donde se supone fueron asesinados, los investigadores hallaron un gran montículo de gomas de vehículos incineradas, posiblemente ―diría yo, con todo respeto― el lugar donde los convirtieron humo.
El misterio que rodea este atroz asesinato colectivo y que pocas veces ha sido tratado como un “genocidio”, quizás por las implicaciones internacionales que un delito de esta naturaleza contenga, podría inscribirse como un perfecto manual para la impunidad de delitos que el Estado no tiene la intención de resolver, ya sea por presiones externas, pactos con terceros o simplemente insensibilidad social.
Cuatro años después de la matanza ocurrida durante el malhadado gobierno de Enrique Peña Nieto ―exactamente en diciembre de 2018―, llegó al poder Andrés Manual López Obrador cuya campaña electoral se basó en la promesa de que tal crimen no quedaría impune y los
responsables serían llevados a juicio. Sus promesas le abrieron el camino para que el pueblo mexicano, hastiado con la corrupción y la impunidad, lo llevara a la presidencia, luego de dos intentos fallidos. Su gobierno pasó, CON pena y SIN gloria y además sin cumplir la promesa de esclarecer el genocidio.
Han pasado diez años desde el asesinato de los jóvenes y seis desde el incumplimiento de las promesas de AMLO. Ahora es la doctora Claudia Sheinbaum, como su sucesora, la llamada a continuar con las investigaciones, según advirtiera en su discurso de posesión.
Pero como si la mala suerte anduviera del lado de los asesinos de los estudiantes y pusiera obstáculos para continuar con la investigación, otra matanza, quizás peor que la anterior, se cierne sobre el gobierno de la actual mandataria, enfocando los reflectores mediáticos hacía un nuevo y espeluznante descubrimiento. Fosas comunes y restos de no se sabe cuántas víctimas han sido halladas en un lugar en las afueras de Guanajuato.
Su nombre: Rancho Izaguirre. Los medios ya hablan de un moderno Auschwitz. Un lugar que para los vecinos solía pasar desapercibido, hasta que la Guardia Nacional allanó el terreno, arrestó 10 personas, rescató a dos secuestrados y encontró un cadáver. La semana pasada la Fiscalía local ―en una maniobra inexplicable y contradictoria―, dijo que no había nada más de interés en ese rancho pero la ONG Guerreros Buscadores de Jalisco denunció que ahí, además de un campo de adiestramiento del Cartel de Jalisco Nueva Generación, había hornos crematorios para desaparecer los cuerpos de las víctimas de una de las empresas criminales más poderosas de México.
Ya los hilos de la desinformación y el encubrimiento están preparados. Hasta la Corte Penal Internacional ha levantado tímidamente su perezosa voz. Aparte de eso, nada más. Algo me recuerda los crímenes de los jóvenes de Soacha, en Colombia, durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez.
Coletilla: Un pueblo de borregos acaba engendrando un gobierno de lobos.