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Consta en estas páginas la amplia referencia a la candidatura presidencial del señor Trump en mis columnas de los últimos meses, no obstante pertenecer a un partido con el cual no estoy ni políticamente orientado ni personalmente inclinado.

El mero hecho pensar en cuatro años más de vida bajo el imperio de una camarilla de demócratas incompetentes, guerreristas e inmorales, me obligó a pensar en una opción “menos mala”, así sacrificara hondos ideales y lealtades partidistas, tan poco respetados en estos tiempos de “conciencia woke”.

El pasado lunes 20 de enero presencié su acto de posesión, tan espectacular como frívolo, con multimillonarios bailando a su alrededor, como moscas sobre la carroña y mujeres ataviadas con Chanel, como si de una convención de modas se tratara. Aunque, pensándolo bien, era eso lo que se celebraba, una convención de modistas aprobando la última tendencia mundial, la moda Trump II.

Vi a un Donald Trump viejo y de ojos cansinos, de cara abotagada por la falta de sueño reparador, de caminar pesado, intentando por momentos imitar pasitos de baile ridículos: su sonrisa ―más una mueca de ironía perversa, como diciéndole a Biden y Cía., aquí estoy, no pudieron―, desdibujada por surcos hondos de arrugas bien maquilladas, en fin, una ópera con todas las de la ley; canto, baile, música, máscaras y disfraces.

El discurso, lento y penoso, ocultando sus verdaderas intenciones, fue presenciado en su totalidad, (¡cosa extraordinaria!), por los destinatarios de sus agudas críticas, la señora Kámala y el señor Biden. Mostraron, por última vez, sus imperturbables caras de cemento, su flemático cinismo, su absoluta falta de vergüenza. Así estuvieron, todo el tiempo, capoteando el vendaval ¡y hasta se levantaron varias veces para aplaudir a su propio flagelador! Esta desvergüenza, de verdad, no tiene antecedentes.

Algunos dirán que la presencia de los Biden y los Harris era lo políticamente correcto; que estábamos ante la expresión de la mejor democracia del mundo y que, por ende, su sitio en la ceremonia era ese. Pero si recordamos todo cuanto aconteció en los preámbulos de esa elección tendremos que aceptar que se rebasaron todos los límites de lo que significa estar en una democracia decente.

Por momentos estuvimos de un sistema político que imitó a las peores campañas presidenciales de Mexico o Colombia, donde los candidatos opositores eran eliminados por balas asesinas. Y todo continuaba como si nada, como si lo ocurrido hiciera parte de un sistema bien aceitado y mejor dispuesto.

En verdad, esta elección quedará en la historia como la más atípica de cuantas se hayan celebrado en los 248 años de vida republicana de los EEUU. Tiene todos los ingredientes para serlo: desde la de haber tenido al presidente más longevo que deja el poder (Biden 84 años), a tener el presidente de más edad en ser reelegido (Trump).

Pero eso no es todo: también tenemos otros hitos: el del único presidente en ser elegido con una declaración de culpabilidad por varios delitos, entre ellos el de la violación de una mujer. Y otro, que no es poca cosa; el de haber elegido a vicepresidente más joven de la historia, J.D. Vance, con 40 años de edad.

Así y todo, pensando nada más en lo que significarían cuatro años más de desgobierno bajo la administración Biden, me incliné en esta elección por el “menos malo”, por una persona que no encarna ni mis ideales políticos ni mis valores personales.

La verdad, parte de lo que me inclinó a favorecer la candidatura del hoy presidente fue su declaración en contra de las guerras que hoy asolan el Medio Oriente y Europa Central. Su afirmación de que acabaría en 24 horas con la guerra Rusia-Ucrania fue un anzuelo que me tragué entero, sin carnada ni señuelo; creí firmemente en esa afirmación.

Pero hoy me he dado cuenta de que todo ha sido una exageración de campaña. Una simple metáfora en la que decía horas para decir meses o quizás años, en otras palabras, un engaño. Este tema, tan importante para el futuro de la humanidad como para la Paz Mundial, no le valió ni tan siquiera una aclaración en su corto discurso inaugural. Y por ahí van mis dudas.

Los griegos, quienes dieron origen a las diferentes formas de gobierno, pasaron de un sistema político a otro durante sus 450 años de influencia, antes de desmoronarse como pueblo hegemónico de la cuenca del Mediterráneo. Paradójicamente la Democracia no fue nunca para ellos un sistema político aceptable, como tampoco lo fue la Oligarquía. Estoy escuchando voces muy respetables que afirman que inauguramos esta forma fallida de gobierno. Veremos qué razón tienen.

Gabriel Taborda                                                                                                                                                                              eminen51@yahoo.com

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