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Cuesta trabajo pensar que en plena adolescencia de este prodigioso siglo XXI puedan existir países con sociedades que se niegan a abandonar los remanentes obsoletos de la oscura edad media, repitiendo disputas disolventes que impiden su desarrollo.

En las vísperas de este primer cuarto de siglo, la humanidad ha traspasado los límites de progreso, tan extraordinariamente, que cuesta trabajo tanto imaginarlos como describirlos. Encontramos aquí, por ejemplo, los sorprendentes descubrimientos de la sonda Voyager I, un pequeño artificio de 722 kilos lanzado en 1977 desde Cabo Cañaveral para observar el vecindario de nuestro sistema solar y una vez completada su misión, se ha internado en las profundidades interestelares, alejándose cada vez más para seguir enviándonos tal cantidad de información que los científicos tardarán decenas de años para descifrarla y entenderla.

Esto, lógicamente, solo en el campo de la astronomía, porque en el área de la medicina, la química, la mecánica cuántica, la astrofísica y otras disciplinas que hace 25 años ni sonábamos ―tales como la teletransportación cuántica de objetos (¿y personas?) de un lugar a otro y la inminente colonización de Marte―, los logros de esta civilización que nos tocó vivir no tienen paralelos.

Sin embargo, algunos países de Hispanoamérica que nacieron en los albores del siglo XVII y que se introdujeron ―o fueron introducidas― en las sucesivas olas descolonizadoras que prosperaron en el continente en el XVIII y que finalmente les dieron su emancipación, estas naciones, decía, se niegan a aceptar que vivimos “en el futuro” y que es indispensable actuar en consecuencia.

Este ejemplo lo tenemos en Colombia, lugar único de Suramérica, bañado por dos océanos, con una riqueza mineral extraordinaria y una flora y fauna incomparables; un caudal hídrico envidiable ya que está surcada por ríos oceánicos en sus cuatro puntos cardinales y la variedad bioclimática más exuberante del continente. Este país, digo, se encuentra sumergido en una encrucijada que decidirá el futuro de los años venideros, la diferencia entre más guerra o esa paz de la que todos hablan como una esperanza.

Colombia se debate entre conseguir un nuevo acuerdo de paz con todos sus actores violentos, llámense guerrilleros, paramilitares, narco-paramilitares, bandas criminales de delincuencia común, etc., o continuar en una virtual guerra civil que ya completa más de sesenta años de duración y centenares de miles de víctimas, millones de desplazados forzados por la violencia y la pérdida de oportunidades de prosperidad para la juventud de dos generaciones. Parece exagerado, pero no lo es.

La promesa de Paz Total durante la campaña del actual presidente (“el exguerrillero Petro”), propuesta que, de por sí, traduce el anhelo de toda sociedad moderna, ha tenido en Colombia los más inauditos adversarios y muchos contratiempos para su discusión, además de la oposición de algunos sectores de la sociedad, uno de ellos ―paradójicamente―, el más acomodado, el que más tierras, propiedades y empresas posee y el que más podría sentirse beneficiado con esta propuesta.

Sorprendentemente se encuentran también en oposición sectores que, habiendo nacido en la pobreza extrema, consiguieron emerger económicamente sirviendo de mandaderos, criados y testaferros de los grandes capitales y presumen que una sociedad pacifica les restaría protagonismo a sus patrones y oportunidades económicas a ellos mismos para seguir lucrando con las “ventajas” del conflicto y engordando económicamente con el próspero negocio de la guerra. En pocas palabras, les tocaría sus mezquinos intereses, aquellos que recogen como sobras del gran capital.

Se entiende la oposición de los grandes capitales a las reformas que buscan implementar la Paz Total ya que ellos mismos han utilizado este largo conflicto para acrecentar sus fortunas y desposeer de sus tierras a los campesinos. Pero que personas que nacieron en la absoluta pobreza y que por el solo “merito” de servir a los intereses de algún terrateniente genocida se opongan al deseo de conseguir la pacificación del país, es algo inconcebible. Constituye el último fruto podrido de esa alcanforada y vetusta clase política colombiana que siempre se benefició de la guerra. El tiempo para conseguir la paz corre en su contra.

Coletilla: Y los colombianos, mamíferos domésticos de la familia de los felinos, hemos aprendido a vivir de puertas para adentro y a camuflarnos como camaleones en una selva de alianzas políticas que nos dicen que no somos ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario.

Gabriel Taborda R                                                                                                                                                                                                                                                                                                eminen51@yahoo.com

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