La pregunta parece incomprensible ―o, al menos, curiosa―: ¿qué puede querer la grandiosa, la esplendorosa Europa, la regia cuna del pensamiento occidental que introdujo el germen de la tradición política, científica y cultural a las jóvenes naciones americanas?
¿Qué puede querer la traviesa, la inestable Europa, la beligerante región mil veces destruida y mil veces “remendada” por causa de conflictos iniciados por viciosos emperadores y ociosos reyezuelos, hartos de no hacer nada y tenerlo todo?
La pregunta, como digo al principio, puede lucir incomprensible o al menos engañosa, dado que cuando se menciona a Europa, se piensa en un conjunto de países ―también llamados El Viejo Mundo―, cada uno con fronteras bien definidas, idiomas propios y aspiraciones diferentes. Pero resulta que, en la práctica, la realidad no es así.
La Europa actual, la que todos creemos conocer, la que surgió después del cataclismo de la primera y segunda guerras mundiales, originadas por la arrogancia y la estupidez de las monarquías de la época, es otra.
Es más; ahora ni siquiera se llama así. Su nuevo nombre es Union Europea y sus gobiernos, que antes eran soberanos y autónomos, son ahora títeres ―esclavos― de una Comisión con sede en Bruselas, en donde personajes ―y “personajes” sin vergüenza ni escrúpulos, dan rienda suelta a sus intereses personales en detrimento del de los ciudadanos de los países miembros que, por cierto, no son quienes los eligen. Para describir la arquitectura de esta torpe alianza, surgida como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, se… Sigue leyendo