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Nadie más irreflexivo que un fanático religioso y si tienen dudas, recuerden a Fray Tomás de Torquemada, artífice de la Inquisición, una de las instituciones más controvertidas de la iglesia católica.

Convertido en paradigma de la intolerancia, la represión y la crueldad, detrás de su larga sombra quedarían los cadáveres de miles y miles de personas en todo el mundo cristiano, juzgadas y quemadas como herejes por decir un mal chiste sobre los curas o ser objeto de calumnias por parte de algún detractor enojado o algún pretendiente despreciado.

Su influencia sobre el catolicismo fue tan nefasta y perjudicial que, en 2025, poco antes de morir, el Papa Juan Pablo II pidió perdón públicamente a Dios por los «métodos de intolerancia y violencia cometidos por la Inquisición que representan para la opinión pública del mundo un símbolo del anti-testimonio y escándalo».

Las iglesias, como tal, no representan ninguna amenaza y todavía no conozco la primera que proponga la práctica de la maldad en sus principios y fundamentos. El problema radica en sus seguidores. Y en quien los dirige.

En un artículo publicado la semana pasada por “The New York Times”, el escritor Michael C. Bender muestra cómo Donald Trump está mezclando peligrosamente política y religión para relacionarse con sus seguidores. Esto se nota al final de sus mítines y en sus vistosas gorras bordadas con el nada discreto lema “Jesus is my savior, Trump is my president”.

Según explica Bender, el credo político de Trump se erige como uno de… Sigue leyendo

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