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Desde hace algunos años la palabra “desprestigio” ―como si fuese un eco breve y fugaz, que viene y se apaga si arraigarse permanentemente―, viene resonando por los suntuosos pasillos del Comité de los Premios Nobel de la Paz en Oslo, Noruega.

El premio es uno de los cinco que fueron instituidos por el fabricante de armas, inventor de la dinamita e industrial sueco Alfred Nobel, junto con los de Física, Química, Fisiología (o Medicina) y Literatura. Se otorga cada año desde 1901 «a la persona que más haya trabajado en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o la reducción de los ejércitos alzados y la celebración y promoción de acuerdos de paz», como consta en el testamento de su creador.

Pero, trágicamente, contradiciendo el espíritu y el legado de su fundador, algunas veces estos premios ha sido otorgados a personas que nunca debieron merecerlo; la lista es extensa y nos tomaría buena parte del espacio de esta columna reseñarla. En realidad, el que hoy nos interesa es el de la paz, el más emblemático ya que

está relacionado directamente con la invención de una sustancia (la dinamita) que desde su aparición, marcó un antes y un después del poder destructivo de los ejércitos y su capacidad para causar muerte y sufrimiento.

En esa “lista de desmerecidos”, como yo los catalogo, figuran personas como Yasser Arafat (1994), Henry Kissinger (1973) y otros, cuyos papeles en la promoción de la paz mundial no me detendré a calificar, pero sí… Sigue leyendo

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