El asunto tuvo los visos de ser una ingenua broma surgida en torno a la elegante cena servida por Donald Trump en Mar-a-Lago el pasado 29 de noviembre a la cual asistió el primer ministro de Canadá ―hoy dimitido―, Justin Trudeau y algunos de sus ministros.
Trudeau había llegado a los cuarteles de invierno del presidente electo para tratar asuntos relacionados con su decisión de imponer a Mexico y Canadá elevadísimos aranceles a partir de su primer día en la Casa Blanca. Específicamente hablaba del 25% de gravamen a todos los productos enviados a EE.UU. desde estos dos países. Esos aranceles punitivos, si se imponen, causarían estragos en las economías de sus dos socios comerciales más cercanos. Trudeau fue hasta allá a pedirle ―rogarle― que no lo hiciera.
En medio de las risotadas y bromas de mal gusto a las cuales nos tiene acostumbrado el presidente electo, se le ocurrió decirle a Trudeau que Canadá debería unirse a los EEUU y así pasar a ser el Estado número 51 de la Unión; a él se le garantizaría, al menos, ser su gobernador.
Trudeau, sin considerar que lo dicho por su anfitrión era una ofensa de gran tamaño, tanto para para él, cabeza visible de un país soberano, como para la dignidad de ese país al que estaba representando, dejó la broma/ofensa sin responder y regresó, sin disculpas y sin promesas, al Canadá. Sus compatriotas no lo podían creer ni las directivas de su partido, tampoco.
Esa y otras salidas en… Sigue leyendo